domingo, 29 de agosto de 2010

Tributo al Canon Art Lab. Desde mi experiencia personal. Tokio 1991-92

Un investigador de la electrografía artística en el Art Lab; O como colarse por la puerta falsa del templo mundial del arte electrónico.

Llegué a Tokio quince días antes de que Canon inaugurara la flamante sede de su Art Lab en el exclusivo barrio de Roppongi. Entré pues en él el mismo día de su inauguración. Pero lo hice por la puerta de atrás. Era evidente que yo no había sido invitado a habitarlo ni a disfrutarlo como rutilante artista del arte tecnológico por ninguno de los dos jóvenes comisarios que el centro había contratado para que seleccionaran a los mejores artistas de este nuevo tipo de arte con nuevas tecnologías. Su misión principal consistía en asistir a todos los más afamados festivales internacionales de arte electrónico que comenzaban por entonces a celebrarse en lugares tan remotos del planeta como Linz, Chicago, o Karlsruhe y “fichar” a los más talentosos artistas practicantes de este tipo de arte. Una vez contactaban directamente con éstos, se les ofrecía inicialmente una visita de varios días “con todos los gastos pagados” a sus nuevas instalaciones de Tokio y, una vez mostradas las posibilidades y tras varias larguísimas y minuciosas entrevistas con ellos y con los ingenieros del laboratorio, poder llegar a ser uno de los privilegiados aspirantes a convertirse en "artistas oficiales" del Canon Art Lab, lo que les daba derecho a plantear algún proyecto puntero de arte electrónico utilizando para ello las tecnologías de la marca japonesa (y otras, si fuese para ello necesario) y ser éste expuesto, una vez concluido, en los mejores espacios y festivales de todo el mundo. Los medios que entonces el centro pondría a disposición de estos artistas serían tan sofisticados y caros como inaccesibles para el resto de los mortales. Toda la tecnología puntera (aún no comercializada) que la compañía Canon les ofrecería en bandeja de plata si aceptaban.

Obviamente, en esos momentos, yo no era uno de esos artistas que copaban los titulares de los festivales internacionales de arte electrónico más punteros. Tan sólo era uno de los dos artistas miembros del equipo Alcalacanales, que tenían ya por entonces una reputada posición internacional dentro de los que podríamos denominar “advanced print art”, consistente en el uso de las nuevas tecnologías electrográficas para la realización de ambiciosas obras de arte impreso. Entonces, ¿cómo y por quién había sido invitado a residir oficialmente en el Art Lab, el gran templo del arte tecnológico de la década de los 90? Pues precisamente porque, debido a mi fama como artista de la electrografía artística y como director-fundador del primer y único museo en el mundo dedicado a la electrografía artística y patrocinado por Canon Europa, yo había sido seleccionado como uno de los privilegiados investigadores europeos que habían conseguido ese año de 1991 una de las diez becas de la recién creada Canon Foundation in Europe y que daba la posibilidad de incorporarse a cualquiera de las universidades o centros de investigación del país nipón durante el tiempo deseado (siempre que pudiese financiarse con la cuantiosa cantidad de dinero con que ésta estaba dotada). Sin embargo, mi elección del centro de trabajo e investigación había roto todos los esquemas a la fundación europea, al proponer una estancia en los centros de investigación y de producción de la propia Canon Inc. y no en alguno de los centros universitarios del país. Confundida, pero deseosa de responder positivamente, la Canon Foundation pasó la pelota a la rama industrial de la compañía y ésta, halagada, no pudo negarse, pero en realidad sus responsables no sabían muy bien dónde podían colocarme. Por fortuna para todos ellos, el proyecto Art Lab –concebido dos años antes-, iba a inaugurar su flamante nueva sede en el centro de Tokio y la compañía respiró aliviada al aceptar sus responsables a invitarme como el primer investigador extranjero que entraría en sus espectaculares dependencias. A los jóvenes y emergentes comisarios no debió de hacerles mucha gracia que un artista (por muy reconocido investigador que fuese) entrase sin su aprobación previa y además en calidad de pionero (entre otras muchas razones porque, como ya he explicado, mis proyectos no iban en esos momentos en la dirección artística que ellos deseaban –sólo a mi regreso de Japón, un año más tarde, me separaría de mi compañero Fernando Ñíguez, disolviendo el equipo Alcalacanales y comenzado mis primeros proyectos de arte digital de forma individual, ya como José Alcalá). Hay que tener presente que cuando llegué al Art Lab, en septiembre de 1991, éste era uno de los únicos 128 centros en todo el mundo que tenía ya una IP dentro de la recién comercializada Red Internet, y que por aquel entonces Canon Inc. se había percatado de que la electrografía tenía fecha de caducidad bastante cercana y que, sin embargo, la informática –rama industrial que ellos no conocían ni habían trabajado nunca- era el gran negocio de futuro, por lo que el centro de Roppongi estaba lleno de los costosísimos equipos dedicados a la informática gráfica de alto rendimiento (producidos para competir con las estaciones tipo Silicon Graphics) que Canon trataría de introducir en el mercado mundial (por cierto sin éxito alguno, ya que ésta línea de producto fue sin duda el primer gran revés comercial de la compañía japonesa en toda su historia). Sin embargo, y a diferencia de la posición de los comisarios, el equipo formado por los jovencísimos ingenieros informáticos que habían conseguido un puesto de trabajo en la “sala de máquinas” del Lab, les pareció una idea excelente, que agradecieron enormemente, pues mi presencia entre ellos les daba la inigualable oportunidad de disponer en exclusiva -para ellos y a tiempo completo- de un interlocutor occidental que les haría de traductor idiomático (en inglés, idioma en el que yo me entendía con éstos, a pesar de que todos lo conocían pero ninguno lo dominaba), les introduciría a los artistas invitados por los comisarios de la sala de al lado en sus dinámicas de trabajo, y a la par de este trabajo protocolario, podría chequear y testear para ellos –aportando mis ideas creativas- todas las capacidades tecno-expresivas y discursivas de las tecnologías más punteras y secretas que andaban desarrollando, con la ventaja añadida de que, más allá de mi lenguaje artístico natural, yo podía comprender y hablar también con naturalidad el lenguaje informático o tecno-científico (gracias a mi formación académica pluridisciplinar), el único que ellos dominaban. Hay que tener presente que en esa época iniciática de la informática, la gestión de la imagen a través de un ordenador no disponía de interfaces gráficos popularizados, por lo que todo se hacía mediante el uso de matrices y la combinación de los lenguajes de la matemática y del álgebra, lo que complicaba enormemente para un artista (y para un informático) el tratamiento de las imágenes y la producción de trabajos visuales digitales. Además, como para poder entrar e instalarme en ese nuevo templo del arte electrónico, había tenido que jurar una y mil veces, oralmente y por escrito, rellenando decenas de formularios, secreto absoluto de todo cuanto allí viese y oyese, eso les daba la necesaria seguridad y tranquilidad que necesitaban en el trabajo diario, teniendo en el “artista-investigador español” un colaborador fiel y comprometido con la causa del Lab no sólo para los proyectos de los poquísimos artistas que por allí pasaron durante mi año de estancia, sino en el desarrollo de inéditas posibilidades creativas de todas estas tecnologías y procesos en desarrollo (lo que hacía mi compromiso y fidelidad extensible también a todos los intereses de la marca, dado que, como director del MIDE (Museo Internacional de Electrografía -hoy MIDECIANT- de Cuenca), yo tenía intereses comprometidos con dicha compañía. Además, mi nacionalidad les excitaba muchísimo, pues todos ellos eran unos auténticos y apasionados fans de la cultura española (Gaudí, Picasso, Dalí, Barcelona, El Quijote, flamenco, etc.), con lo que conseguí algo que a todas luces parecía imposible de antemano: romper el mutismo y el hermetismo tradicional, no sólo de la cultura japonesa (además de tímida hasta lo enfermizo), sino de los ingenieros e informáticos (profesiones poco dadas a la exteriorización de sus sentimientos e ideas).

Canon Art Lab: algo más que un exitoso centro artístico dedicado a las nuevas tecnologías.

El flamante Art Lab, inaugurado en el mes de junio de 1991, estaba ubicado en Roppongi (el barrio más chic de Tokio en esas fechas). Su espacio (de unos 200 m2 en total), ocupaba toda la tercera planta de un rutilante edifico moderno diseñado como un cubo de cristal y que Canon Inc. había alquilado a sus propietarios por un desorbitante precio mensual. Estaba dividido en dos salas contiguas de gran tamaño –separadas por el vestíbulo y una pequeña sala de reuniones. En una de ellas –la más pequeña- estaban instalados los comisarios, quienes, además de disponer de una gran mesa de trabajo para cada uno de ellos, eran los gestores y principales usuarios de una incipiente biblioteca –pequeña pero muy especializada en arte electrónico-; la otra -de mayor tamaño-, era ocupada por los ingenieros, y acumulaba todo tipo de tecnologías informáticas y ópticas, atiborrando el espacio alrededor de la media docena de microambientes de trabajo individual, “propiedad” de cada uno de los ingenieros que formaban el equipo técnico del centro. Uno de ellos, el más mayor –que apenas rondaría los 40 años- hacía de coordinador. Junto a él trabajaban también dos senior, chicos muy jóvenes (que apenas rodaban la treintena y el resto eran jovencísimos ingenieros recién licenciados que apenas habían entrado en la veintena. Todos eran amabilísimos y de un talento portentoso. Trabajaban seis días a la semana en el Lab pero se llevaban trabajo a casa para el séptimo. Su jornada laboral comenzaba a las 8 de la mañana y terminaba oficialmente a las 6 de la tarde, pero raro era el día que no tuviesen que encargar algunas pizzas para calmar el hambre de la cena. Luego, como era costumbre en todas las compañías japonesas, había que salir de copas –todos los miembros del equipo- a los karaokes del barrio y regresar bastante cargados de alcohol a sus domicilios particulares (la mayoría de ellos, como estaban aún solteros, residían alquilados en algunas de las residencias que la propia compañía tenía en el extrarradio de la capital, a una hora y media en metro del Lab), aunque en bastantes ocasiones, y dada la distancia, optaban por pernoctar en alguno de los recién creados hoteles-nicho del barrio.

A pesar de lo dedicado de este trabajo, todos parecían felices y muy excitados con la idea de que estaban haciendo algo grande para la compañía y de que, además de lo halagador que resultaba que cada nuevo proyecto artístico que el Art Lab exponía en Tokio o dentro de algún festival de arte electrónico internacional, éste les proporcionaba una repercusión mediática de tal calado que compensaba con creces el esfuerzo realizado. Sin embargo, lo que más me llamó la atención sobre su trabajo y los objetivos de la sección técnica fue enterarme de que, además de tener que desarrollar de forma práctica las ideas que los artistas seleccionados aportaban –en interminables reuniones colectivas de trabajo-, cada uno de estos ingenieros tenía por contrato la obligación de firmar media docena de patentes al año. Al preguntarles qué pasaría si alguno/a de ellos/as no lo conseguía, me respondieron al unísono y muy orgullosos que este compromiso no suponía ningún problema pues cuando ese caso se daba –sobre todo entre los más jóvenes e inexpertos- los de mayor experiencia y capacidad brindaban las ideas que les sobraban para que aquellos/as pudiesen alcanzar dicha cantidad, y así todos firmaban al menos esa media docena de patentes requerida. Esto daba una idea de que la realización efectiva de los proyectos de los artistas invitados no era la única ni -tal vez- la principal meta a conseguir en dicho laboratorio. Después del año que pasé allí y una vez regresado a España, cuando comprobé con escalofrío que tardaría una media de diez años en poder utilizar –de nuevo- para mis proyectos creativos las tecnologías y las patentes de las que había disfrutado sin limitación entre 1991 y 1992, entendí al fin que los proyectos artísticos –las fabulosas y deslumbrantes creaciones electrónicas de Seiko Mikami, Gerarld Van der Kaap, y de los demás artistas invitados que fueron allí producidas- no eran sino la punta del iceberg de un ambicioso e inteligentísimo proyecto corporativo-industrial que consistía en poner a disposición de los talentos más privilegiados del panorama internacional las tecnologías y productos en desarrollo que la compañía estaba interesada en llegar a fabricar y comercializar, de manera que no sólo se aportaban ideas para su mejora y competitividad, sino que, al ser mostrados mediante (o incluidos) en trabajos artísticos de alto valor “tecnológico”, se creaban las expectativas y las necesidades de cara a los futuros usuarios finales de dichos productos. Así, por ejemplo, en 1992, Seiko Mikami pudo comenzar a desarrollar de forma efectiva su fabuloso “Molecular Informatics” gracias al uso de la “óptica activa” que los ingenieros del Art Lab pusieron a su disposición a pesar de que dicho producto no sería comercializado (como un dispositivo de alto rendimiento visual dentro de las cámaras de fotográficas de Canon) hasta ocho años después.

Los proyectos

Fue realmente una gran pérdida la clausura del proyecto Art Lab. Durante su algo más de una década de vida efectiva, los ingenieros del centro, en colaboración con sus comisarios, hicieron realidad las metas creativas más sofisticadas jamás soñadas por los artistas que por allí pasaron. Aunque todos ellos hicieron lo que realmente deseaban hacer, la gran inteligencia de la “maquinaria comercial/industrial Canon” fue hacerlos coincidir exactamente con los objetivos corporativos previamente diseñados en sus reuniones ejecutivas. La utilización de la óptica activa, la gestión telemática de los ficheros gráficos, el perfeccionamiento de las interfaces de su productos digitales, la interactividad usuario-máquina, todos estos retos tecnológicos fueron utilizados como estrategias comunicacionales y discursivas en los diferentes proyectos artísticos que se desarrollaron en el Art Lab a propuesta de los artistas, para convertirse posteriormente en cada uno de los grandes logros comerciales de la multinacional japonesa durante la década de los 90 y de la primera mitad de la del 2000.

La altura de sus metas y del esfuerzo tecnológico realizado en la “gran sala de máquinas” del centro de Roppongi –donde la limitación intelectual, técnica, logística o económica no existía- consiguieron poner a la producción del Canon Art Lab en el privilegiado mapa de la vanguardia del arte tecnológico internacional, algo que sólo era compartido y disfrutado por sólo dos o tres centros más (entre los que habría que destacar el ZKM de Karlsruhe con la Siemens detrás, el ICC de Tokio con la NTT como alma mater, el MIT con la poderosa industria norteamericana y en una fase posterior, el Arts Electronic Linz Center con toda la ciudad de Linz apoyándolo como gran proyecto político por su potencial turísico).

Cuando una instalación estaba terminada, los comisarios del Art Lab ya habían trazado un mapa completo y perfecto de recorrido ambulante de la misma por los centros y festivales más prestigiosos del planeta. Hasta allí se desplazaban, acompañado y arropando al artista, algunos de los ingenieros que más se habían implicado en la realización efectiva del proyecto, así como los dos comisarios. Para los montajes –como para la producción- nunca había limitación presupuestaria. Así, el resultado de cara al público coincidía exactamente con lo proyectado. Además, el periplo de exposiciones se extendía varios años, y durante el mismo, la pieza en cuestión iba perfeccionándose, ofreciendo versiones cada vez más sofisticadas, producto del checking y testing emanado de los propios usuarios durante las muestras anteriores.

Epílogo

Cuando regresé a España, tras las dos estancias (un primer periodo de unos cinco meses en 1991 y otro posterior similar, en el 92), mi visión del arte y, sobre todo de lo que significaba la práctica artística contemporánea, había sufrido una profunda transformación. El Art Lab había colocado en mí el listón demasiado alto y ubicado mi mente diez años por delante de mi capacidad, no de comprender, sino de realizar una práctica creativa efectiva adaptada a las nuevas circunstancias.

Una vez instalado de nuevo al frente del MIDE, comencé a modificar sustancialmente los objetivos de sus talleres y de sus actividades, invitando a artistas de similares características que los que había conocido en el Art Lab, pero no reconocidos, sino emergentes. Su paso por Cuenca fue consolidando mis nuevas creencias y afianzándome en la idea de que el arte y su práctica se había transformado completamente en un viaje sin retorno gracias a la introducción de las tecnologías digitales de la imagen. El problema era que la informática estaba comercialmente aún muy inmadura y lo que se podía comprar o conseguir mediante convenios con la empresas punteras afincadas en España era muy poco maduro tecno-expresivamente comparado con el gigantesco potencial de lo que se estaba utilizando en Roppongi. Así que tuve que conformarme con hacer una regresión de una década, ajustando los objetivos y las estrategias de trabajo y de gestión del MIDE. Esa frustración no ha dejado de crecer nunca en mí. Para España, sin duda volvía a ser un adelantado, pero nunca obtuvimos (ni el MIDE ni yo) la categoría ni el reconocimiento de los centros punteros ni de la crítica especializada a nivel internacional en el campo del arte electrónico. Era imposible competir o emular los trabajos que se estaban desarrollando en Karlsruhe, o en Tokio.

Afortunadamente para nosotros y desafortunadamente para todos los centros con los objetivos y el potencial del Art Lab, la informática para gráficos se ha desarrollado, popularizado y abaratado tanto durante estas dos décadas que cualquier individuo puede desde su casa y con su portátil producir mucho de lo que se había producido en dichos centros durante la década de los 90 y del 2000. Tan sólo proyectos que tienen que ver con la interactividad basada en interfaces físicas (lo que se llaman popularmente instalaciones interactivas) o proyectos interdisciplinares que tocan campos como la genética o la robótica siguen siendo de producción exclusiva en los grandes centros fuertemente subvencionados. Algo que, lamentablemente ha tocado, por el momento, a su fin, debido a la terrible crisis económica mundial.

El b cerró su centro de Roppongi hace ahora unos pocos años. Canon no se podía permitir costes tan altos en un momento de debilidad económica e ideológica de la compañía. Detrás de este cierre han venido y vendrán los de muchos otros centros de este tipo. La fascinación del Arte en combinación con las nuevas tecnologías está dejando de ser ese proceso de “magia” tan deseado por el gran público porque el usuario actual ya está educado tecnológicamente y porque el arte electrónico actual prefiere estrategias tecno-expresivas mucho más lights e inmediatas y las redes sociales online se han convertido en los escenarios preferidos por los creadores y por el gran público para ser mostradas, utilizadas, e intercambiadas sus producciones digitales (y no digitales).

Además, la repercusión mundial de centro de Canon fue muy inferior a lo que realmente debía de haber sido, si tenemos en cuenta el nivel y la calidad de sus producciones, pero esto fue debido, entre otras muchas razones más, al hermetismo consustancial con la cultura japonesa, a las limitaciones que la propia compañía ponía en el tema de la divulgación de cuanto producían, si no de manera explícita sí al menos de forma implícita y subterfugia, invirtiendo muy poco en el marketing y en el merchandising de estos productos (no había ningún interés en que la gente -incluso los críticos, periodistas y profesionales-, tuvieran acceso a sus instalaciones). Tampoco se cuidó la profesionalización de la parte artística-comisarial, faltando en dicho centro un departamento específico dedicada a estos aspectos, tal y como sí se hizo en el resto de grandes centros de este tipo. Era obvio que a Canon Inc. lo que realmente le interesaba era lo que se cocía (en constantes y enriquecedores viajes de ida y vuelta –artista/ingeniero/proyecto/usurario final llenos de retroactividad) en la sala de máquinas (o cocina) del Art Lab.

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