Durante mi estancia este mes pasado en la Universidad de Chile, dediqué buena parte de mis paseos por su precioso campus de Santiago a reflexionar sobre las problemáticas y retos que tenía ante sí el artista actual. Pensé que éstos se concentran principalmente en desmantelar el cinismo de Warhol, devolver la fe en la pintura que perdieron Rothko y Pollock, recuperar la constancia y el trabajo duro y comprometido que condujo a Duchamp a la dejación y la vagancia creativa. Devolver la transparencia y la comunicabilidad que opacó Beuys. Volver a tener fe en el artista como un ser fundamental e insustituible para el reto de la construcción de un nuevo mundo, de una sociedad que reclama imaginarios que le ayuden a “dar forma” al mundo incomprensible que habita. Debemos bajar al artista del Olimpo de los dioses, del star-system y del mercado de valores. Animarle a adquirir conciencia de la necesidad de forjarse una cultura de lo Educarlo para que trabaje interdisciplinarmente, elevando su capacidad intelectual sin que por ella deba perder su instinto especial, su superdotada sensibilidad. Debe de soñar como el más delirante soñador y saber después representar sus sueños a través del ejercicio poiético del desvelar, del desocultar heideggeriano.
Talento, inspiración, sensibilidad, pasión, libertad… Sí, pero también experiencia, compromiso ético, capacidad autocrítica, método.
En las relaciones entre arte / ciencia / tecnología / y sociedad, que dibujan la armónicamente perfecta cuadratura de la circularidad a la que aspiran, deberíamos repartir con precisión el papel que cada una de ellas debe asumir en este complejo entramado interdisciplinar. Así, el arte no debe someterse a la hegemonía tiranizante de los principios científicos, sino ofrecer alternativas, tal y como lo hace el chamán o el profeta. Mientras la Ciencia no alcance a encontrar y formular su teoría unificada, podemos aseverar que existe un campo alternativo para la especulación y, por tanto, para las prácticas artísticas como oferentes de una versión para la comprensión de nuestra realidad circundante.
Todo ello si estamos ante el artista que trata de ponerse serio y grave, que también. Porque lo extraordinario del arte es que no siempre debe ponerse serio. También sirve éste para los pequeños momentos íntimos, vacíos de pretenciosidad, y también para aquellos lúdicos que se acomodan en el sarcasmo, en la ironía, en lo incorrecto, o en lo salvaje. A veces es puramente epidérmico. Todo eso también nos vale, si es realizado desde la honestidad, si no trata de ser aprovechado o inmoral (anti-ético).
Pero el arte de nuestro pretendido artista no puede evitar ser especulativo y vivir permanentemente instalado en la incertidumbre y en el riesgo. Ni puede evitar confrontarse con el pasado si desea instalarse en el futuro.
Sé que no he sido nada original con estas aseveraciones personales. Seguro que toso esto os suena y que esos mismos renglones torcidos los encontraremos también en los libros desde la Grecia Clásica y en todas las épocas de nuestra Historia del Arte, hasta el mismísimo romanticismo. Tan sólo pretendía rememorarlos y ponerlos al día, volver a darles la vigencia que reclama el momento actual, porque parece ser que andamos algo despistados, como si hubiésemos olvidado sus contenidos.
Confieso que no me interesa un arte sofisticadamente tecnológico, deslumbrante hasta alcanzar el puro poder de la magia, pero que sin embargo se ha olvidado de alcanzar el último escalón, el peldaño más difícil y definitorio de la práctica artística; aquél que lo convierte en un sistema simbólico que lo alejará definitivamente del efectismo y le proporcionará poderosas herramientas como estrategias para poder sumergirnos en el pensamiento suculento. Aquel arte efectista que utiliza la tecnología para sorprendernos tiene como destino natural y fatal el museo de las ciencias. Y ha de saberse tan efímero como el breve lapso que circula de un truco a otro de superior rango. Un “The Legible City” que no hubiese sustituido la morfología de los edificios de Manhattan o de Ámsterdam por cada una de las letras de sus literaturas específicas permanecería hoy -15 años después de su creación- arrinconado en el desván de algún museo de ciencias o de tecnologías acumulando el polvo de su falsa pretenciosidad. Sin embargo, un Jeffrey Shaw suculento, intelectual y sobre todo artista, condujo a su The Legible City hacia la metáfora de la experiencia del navegar entre el dentro y el afuera, lo que le hace latir cada día con más fuerza y precisión expresándose ante sus espectadores/usuarios con mayor claridad y suculencia, manteniéndose cada día más joven, más expresivo.
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