Situado frente al mar, de nuevo la eterna pregunta que me ha perseguido desde que tengo usa de razón: ¿por qué esa sensación de libertad ante algo que impide el avance hasta sus entrañas? ¿Qué tiene el mar que hace sentir al hombre libre cuando, en realidad, es para la mayoría el muro más infranqueable?
Estos días, ese pensamiento volvía a mí de forma recurrente por tres razones coincidentes: las desagradables noticias de los inmigrantes africanos que se ahogan al lanzarse -o ser lanzados- desde sus pateras tratando de alcanzar la playa española -que, a veces, está a tan sólo menos de 30 metros-; mi instalación estival junto la costa mediterránea frente a la playa y la relectura del primer volumen de las Esferas de Peter Sloterdijk. Todas ellas juntas, coincidentes, horadan por primera vez ante mis ojos un hueco de luz, suministrándome los materiales necesarios intentar erigir una primera teoría medianamente coherente y creíble al respecto.
Esa necesaria relación entre las esferas que, en sus infinitas intersecciones, permite al individuo entretejer la Esfera Celeste que le dará cobijo, es la que -a modo de red de redes- se establece entre la tierra y el mar. Así, la franja costera se configura como ese necesario lugar de encuentros entre una esfera y otra: la marina-acuática-líquida y la terrestre-de secano-sólida-. Periferia costera pues. Lugar de depósito, de sedimentos. Espacio mental para la reflexión y el análisis.
Si, como lugar físico, es muro, aduana, alambrada, como espacio mental no puede ser sino foro, ágora y, por tanto, tránsito y recepción.
¿No será esto mismo Internet?
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